Justiícia y la alegría pascual

¿Se puede celebrar la Pascua cuando muchas personas están pasando por un Viernes Santo? ¿Es posible la alegría cuando tanta gente muere en la cruz? ¿No hay algo de falsedad y cinismo en nuestros cantos de gozo pascual? Se trata de interrogantes que nacen desde el fondo de nuestro corazón cristiano.

Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros?

La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás. La alegría pascual es otra cosa. Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor" (Ap. 21,4).

Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, su dolor nos conmueve y nos toca su sufrimiento. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando la Pascua del Señor sino nuestro propio egoísmo.

"Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también la fe de ustedes". Así escribía Pablo de Tarso hacia el año 55 a un grupo de cristianos de Corinto. Si Cristo realmente no ha resucitado, la Iglesia se debe callar porque no puede anunciar ninguna Buena noticia para nadie. Toda nuestra fe queda vacía de sentido. No tenemos ninguna esperanza verdaderamente definitiva para compartir con nadie. Sólo la resurrección de Jesús fundamenta y da sentido a nuestra fe cristiana.

Este tiempo de pascua necesitamos recuperar la experiencia que vivieron los primeros creyentes para descubrir su fe en la resurrección de Jesús y para comprender mejor qué significa para nosotros, los cristianos, creer en Cristo resucitado.

Para los miembros de la primera comunidad cristiana se trato de un acontecimiento que les transformo totalmente. Aquellos hombres y mujeres que se resistían a aceptar el mensaje de Jesús, comienzan ahora a anunciar el Evangelio con una convicción total. Los discípulos y las discípulas llenos de cobardía, que no habían sido capaces de mantenerse junto a Jesús en el momento de la crucifixión, comienzan ahora a arriesgar su vida por defender la causa del Crucificado.

Por diferentes caminos cada quien revive en su vida diaria el destino doloroso de Jesús crucificado y el paso a la vida del Resucitado. La resurrección del Crucificado les ayuda a entender y vivir la vida difícil de cada día con otro sentido y otra profundidad. Desde su propia vida comprenden y viven mejor el misterio de Cristo muerto y resucitado. "Llevamos siempre en nuestros cuerpos el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos" (2 Co 4, 10).

La comunidad creyente no se siente perdida. El Resucitado camina con nosotros como "el líder que nos lleva a la vida" (Hch 3, 15). Es necesario saber descubrirlo en nuestros grupos de vida y en nuestras comunidades (Mt 18, 20), hay que aprender a escucharlo en el Evangelio (Mt 7, 24-27), dejarnos alimentar por él en la cena eucarística (Lc 24, 28-31), descubrirlo en todo hombre y mujer necesitados (Mt 25, 31-46).

La fe en Cristo resucitado no nace hoy en nosotros de forma espontánea, sólo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es preciso no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al Jesús viviente hay que buscarlo donde hay vida.

Para encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una religión reducida al cumplimiento y la observancia externa de costumbres y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores.

Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben que "donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él".

Por Cristo, que irrumpe vivo de la tumba, ya no estamos prisioneros del pasado, ni de nuestras torpezas. Podemos romper el círculo de lo imposible. El mundo de la resurrección se abrió paso en medio de nosotros. Hemos recibido ya señales de un mundo nuevo.

Así ocurre cuando los gestos de solidaridad tejen una red por todas partes para que los pueblos del mundo sin esperanza levanten la cabeza y recuperen la dignidad y el valor.

En nuestra propia vida, experimentamos momentos de resurrección, momentos de plenitud que dan sentido a nuestra acción. La luz de Pascua hace resplandecer la vida plena en lo que somos ahora: después de largo tiempo de compromiso tenaz hay un momento de transformación ante la injusticia; un solo gesto de misericordia nos lleva hasta el fin; la frágil pero incansable decisión por la fraternidad hace que las relaciones se tejan y nos transformen.

Con el Resucitado del tiempo de Pascua, la vida tendrá siempre la última palabra. Nada se perderá jamás. La victoria de Pascua ha llegado a ser la nuestra. Puede llegar a ser la de la humanidad.

El Padre Flores es director del ministerio migrante de la Diócesis de Rochester.

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