Al pensar de la celebración del día del padre, no puedo evitar pensar sobre las responsabilidades que jamás terminan.
Poco antes de la última Navidad, mi hijo Miguel, ya con 51 años, llamó para preguntar si era posible vivir con nosotros por unos meses. Como él dijo, se le habían agotado las opciones. Su esposa lo había dejado, había sido desalojado de la habitación donde vivía, su auto se había descompuesto y no se podía reparar, y no podía hacer el viaje de 75 millas para ir y volver de su empleo como cocinero. "Si no me permiten vivir con ustedes, tendré que vivir en la calle", dijo.
Para mi esposa y para mi, ya en la séptima y octava décadas de la vida, fue una decisión difícil pero inevitable. "Ven," le dijimos.
Tres meses después, Sara, la menor de nuestras nietas y la hija de Miguel, también vino a vivir con nosotros. Había sufrido violencia en el hogar donde vivía y decidió que ya no quería vivir allí. También quería conocer mejor a su padre, con quien había tenido poco contacto porque vivía en otro estado muy lejos. Otra vez dijimos "OK."
Luego, recientemente un sábado por la mañana, la mayor de nuestras tres hijas llamó llorando. Tenía que desocupar su departamento ese día y, como trabajaba sólo a tiempo parcial, no tenía con que pagar la mudanza. Necesitaba $200 inmediatamente para no perder todas sus pertenencias. Le di el número de mi tarjeta de crédito.
Reflexionando sobre todo esto, pienso que tenemos que ser como nuestro Padre celestial, quien nunca pierde esperanza. Siempre está listo para recibirnos en su casa, no importa cuanto hayamos fracasado o que desastres nos hayan aplastado.
Por supuesto, nunca sabemos si podemos cumplir con los desafíos. Un hijo que se fue hace 20 años y muy lejos, que nunca llamaba o visitaba, es diferente persona que la que conocíamos. Una nieta de 19 años y ya en la universidad no es como la niña a quien yo le enseñe como pasearse en bicicleta y a quien yo llevaba a la biblioteca cada sábado.
Inevitablemente, hay tensiones, y hay ocasiones cuando, en un momento privado, le digo a mi esposa: "Extraño nuestra vida, cuando vivíamos solos." No obstante, estamos arreglándonos bastante bien.
Hay muchos beneficios. Miguel me llevo a muchas citas médicas que tuve antes, durante y después de cirugía en los ojos. Nos ha enseñado a cocinar mejor y a menudo nos delicia con comidas especiales. Un hombre de muchas habilidades, pintó nuestra casa e instaló nuevas luces donde se necesitaban. Recientemente, encontró empleo en el restaurante de un club de golf.
Cuando Sara vino a vivir con nosotros, le pedí que me permitiera darle sugerencias sobre donde podría conseguir empleo. Siguió mi consejo y aplicó a una farmacia donde ahora trabaja tiempo completo, y está ahorrando su dinero para volver a la universidad en el otoño.
En todo esto seguimos el modelo de nuestros padres y abuelos. El papá de mi Mamá crió a dos nietos huérfanos y cuando ya era anciano y viudo, vivió en resto de su vida la casa de mis padres, una familia de 10 hijos. Mi otro abuelo adoptó a dos huérfanos a pesar de que tenía 14 hijos propios.
Como nuestra casa, nuestro corazón está lleno. Nuestro hijo y nieta están avanzando y pronto estarán listos para vivir independientemente. Dormimos contentos porque podemos hacer algo por ellos.
Sandoval es un columnista de Catholic News Service.