Una vez más llegamos a la temporada de penitencia. Y el interrogante no es sobre el efecto que estos pequeños hechos — y hay que ser honestos, casi todos son pequeños — tienen en nuestra vida durante la Cuaresma sino sobre lo que queda después de la Pascua.
Desafortunadamente, para muchos de nosotros penitencia cuaresmal asimila estar en régimen; después de la Pascua abandonamos todo. Nuestros esfuerzos son cíclicos; no conducen a cambio permanente.
"Los atletas se abstienen de todo con el fin de obtener una corona corruptible, mientras que nosotros aspirábamos a una incorruptible", escribió San Pablo (1 Corintios 9:25-27). "Yo, pues, corro pero no sin rumbo; lucho no como quien da golpes al aire sino que disciplino mi cuerpo y lo domino, no sea que después de enseñar a los demás, quede yo descalificado". Como San Pablo nos enseña, nuestra línea de meta no es la Pascua sino el fin de la vida.
Aunque las metas sean de corto o largo plazo, las personas siempre han sentido la necesidad de disciplinarse y dominar su cuerpo. Un modo es por el dolor autoinfligido. La cultura hispana tiene una fuerte tradición penitencial. Juan de Oñate, quien encabezó la primera expedición de colonos a Nuevo México en 1598, se azotaba a sí mismo.
Cuando como niño yo vivía en una comunidad remota de las estribaciones de la cordillera de La Sangre de Cristo, la Sociedad de Nuestro Señor Jesús Nazareno tenía rituales fuertes presentando de nuevo la crucifixión, incluso azotes. Esa tradición todavía vive.
En los 1980, participé dos veces en peregrinajes por vocaciones al Santuario de Chimayo, famoso por milagrosas sanaciones. Varones y hembras entre la edad de 10 y 70 años caminaban 100 millas en cinco días de cuatro rumbos hacia el santuario. Después del primer día, los pies de muchos estaban en carne viva de ampollas. Pero nadie se rendía.
Sin embargo, hay otro modo de dominar nuestro cuerpo, corazón y mente: aceptando las tribulaciones que la vida nos reparte.
En una edición de la revista U.S. Catholic, Leslie Scanlon relata la experiencia del Padre Paul Scaglione, director de la Oficina de Cuidado Pastoral de la Arquidiócesis de Louisville.
Cuando su mamá, entonces de 47 años, fue paralizada por un virus, él invirtió siete años orando que volviera a caminar de nuevo. Pero, finalmente, ella le dijo: "He rezado por resultado imposible….Dios me ha dado a comprender que él está conmigo en mi vida actual, aunque camine o no". Quedo paralizada hasta su muerte a los 81 años.
Aceptar nuestras limitaciones y el dolor que sufrimos, a veces desde la mañana hasta la noche, es un reto particular para nosotros los ancianos. Al mismo tiempo, no estamos exentos del deber y de la responsabilidad.
Recientemente, mi nieta de 19 años, me pidió que por dos tardes de cada semana la llevara a una clase universitaria, un viaje de 40 millas ida y vuelta. El otro abuelo la lleva los otros dos días. Un tio la recoge cada noche después de la clase. Aunque es difícil, siempre con el tenor del hielo y la nieve, no pude rehusar.
En camino, mi nieta y yo tenemos conversaciones muy buenas. Y al reflexionar sobre la dificultad de la tarea, pienso que es mejor tener demandas de la familia que ser olvidado.
En el periódico local apareció un artículo sobre una mujer de 78 años quien vivía en Chappaqua, una aldea cercana en Westchester County, N.Y. Murió en su casa en Agosto y su cadáver no fue descubierto hasta recientemente, seis meses después.
Hay que contar nuestras bendiciones.
Sandoval es un columnista de Catholic News Service.