La disminución de relaciones sociales

Yo me crie durante la Gran Depresión de los 1930 en un hogar sin electricidad, sin alcantarillado, sin radio, televisión, sin ningún tipo de teléfono, menos un celular. No recibíamos periódicos, ni revistas ni lo que hoy llamamos correo basura. Teníamos sólo unos pocos libros.

No teníamos camión o auto, entonces no podíamos asistir a la Misa regularmente, aunque la iglesia estaba apenas a siete millas de nuestra casa. Vivíamos en un mundo insular de pequeñas fincas en los estribos de la cordillera Sangre de Cristo.

Aunque éramos pobres en bienes materiales, éramos ricos en nuestras relaciones sociales con otros, y como escribió Robert Hall en su libro “La Tierra de Extranjeros” (“The Land of Strangers”), “la verdad es que las relaciones (sociales) es el recurso que crea más valor en cualquier sociedad. Es nuestra cuerda para sobrevivir, desarrollar y prosperar”.

Todo lo de nuestra vida aislada nos invitaba a establecer estas relaciones. Vivíamos en una cabaña pequeña, dividida en dos piezas: la cocina y el dormitorio. Cuando nuestra familia creció y llegó a incluir cinco hijos varones, mi padre construyó otra cabaña del mismo tamaño, hecha de piedra, para servir de dormitorio.

Durante las noches, nos reuníamos todos alrededor de la mesa en la cocina, cerca de la lámpara de queroseno, la única iluminación. ¿Qué hacíamos? Pues, conversábamos, hacíamos las tareas de la escuela, y Mamá y Papá nos leían o nos contaban cuentos y leyendas de antiguos tiempos.

Estábamos, para utilizar una palabra clave, construyendo solidaridad, estableciendo relaciones perdurables.

La familia extendida vivía en la vecindad. Si necesitábamos un caballo, le pedíamos a uno de los abuelos o tíos. Visitábamos a menudo. Cuando íbamos a la Misa, no teníamos prisa en regresar y nos quedábamos charlando un rato.

Cuando una mujer tenía que ir al hospital, una vecina, a menudo una joven, venía para ayudar a cocinar. Cuando uno de los rancheros se enfermaba, los vecinos hacían sus tareas hasta que regresara. Y para la temporada de la cosecha todos se reunían para triar el trigo, los varones con la trilladora y las hembras en la cocina preparando algo de comer. Éramos una comunidad.

Es irónico que hoy, con tanta ubiquidad de medios de comunicación, carecemos de parentesco, de estas relaciones sociales. David Brooks, columnista favorito del periódico The New York Times, dice que la calidad de las relaciones sociales ha disminuido a lo largo del tiempo. Como resultado, el porcentaje de norteamericanos que sufre soledad aumentó de un 20 por ciento en 1980 a 40 por ciento actualmente. La depresión ha aumentado diez veces desde 1960.

Los celulares y las redes sociales aparentemente no ayudan. Jean Twenge escribió en la revista The Atlantic que por el uso excesivo de celulares, la tristeza y la depresión ha aumentado entre los jóvenes, y hace menos probable que desarrollen relaciones sociales.

Hambre de estas relaciones sociales existe en todas las generaciones, pero es especialmente triste entre los ancianos. Yo camino todos los días y converso con gente que me encuentro.

Pero mi esposa, echando de menos las relaciones con otras mujeres, se reúne con representantes de los Testigos de Jehovah, quienes le tocaron la puerta ofreciendo instruirla en las Escrituras, aunque les aseguró que no tenía intención de convertirse a su fe. Ya llevan varios años de reunirse semanalmente.

También anticipa con gusto hablar por teléfono con Beverly, una prima de 92 años quien vive en Carolina del Norte y es la última que sobreviviente de su familia. Así, entre las dos, visitan de nuevo las memorias de sus familiares.

No sé cómo solucionar esta debilitación de relaciones sociales. Pero sí sé que amar al prójimo como a sí mismo se trata de relaciones sociales. Cuando no las tenemos, somos realmente pobres.

Sandoval es un columnista de Catholic News Service.

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