Recientemente publiqué un libro sobre mi familia extendida, una colección de historias orales, memorias y perfiles.
Venimos de una comunidad remota llamada Terromote en la cordillera de Sangre de Cristo en Nuevo México. Allí recibimos escasa educación religiosa formal y a menudo no podíamos asistir a la misa dominical y otros servicios religiosos porque vivíamos muy lejos de la parroquia.
Teníamos sólo carros de caballos. La lluvia y nieve hacían a las carreteras de tierra intransitables. Desconocidos juzgaban nuestra fe deficiente.
Sin embargo, la fe y la religión tenían vigor y guiaban la trayectoria de la vida del pueblo. Los padres e hijos se arrodillaban cada noche para rezar el rosario. El padre de mi tía Casimira dirigía a su familia en las Estaciones de La Cruz durante la cuaresma.
"Para Navidad mecíamos una cuna con la imagen del niño Jesús y los mayores nos daban dulces y manzanas", recordó mi prima Josefina, quien fue una monja franciscana.
En tiempos de sequía, las familias desfilaban por el campo rezando y cantando himnos mientras portaban la imagen de San Ysidro, patrón de los campesinos. La comunidad construyó y mantenía su propia capilla en el barrio.
Divorcios eran raros. Cuando niños quedaban huérfanos, sus familiares o vecinos los acogían. Mis abuelos por el lado de mi padre tenían 11 hijos pero también adoptaron dos huérfanos.
Como entonces no había asistencia pública, esos pobres campesinos se ayudaban unos a los otros. Nadie moría de hambre.
La religión siguió fuerte cuando nos mudamos a otros estados en los 1930 y 1940 en busca de una vida mejor. Éramos activos en las parroquias.
Como si quisiéramos recuperar las oportunidades que habíamos perdido, siempre asistíamos a la misa dominical y a veces hasta todos los días de la semana. Seis de mis hermanos y yo éramos monaguillos, como también eran nuestros primos.
Nunca faltábamos de las clases sobre doctrina cristiana. Mi tía Pablita cantaba en el coro de su parroquia.
"En mis 27 años enseñando gerencia internacional en Illinois Central College (en Peoria, Illinois) fui padre sustitutorio de 150 alumnos, todos no-cristianos de Líbano", recordó mi primo Antonio R. Alle, cuyo padre era libanés.
"Cuando ellos me buscaron, me dije, ‘Mi padre no está aquí (ya había muerto), pero estoy en puesto para guillar a estos jóvenes’.
"Mi esposa Marta y yo les abrimos nuestra casa. Todos se desempeñaron bien después de graduar…. Durante una noche de Cursillo después del 9/11, yo conté la historia de estos admirables jóvenes".
Alle también ayudó a empezar la Iglesia hispana en Peoria. "Ahora va muy bien".
Como Alle, quien graduó de Carroll College en Montana, muchos se educaron en universidades jesuitas y eso influyó su elección de trabajo y profesión. Yo trabajé 36 años en la prensa Católica, en Ohio y Nueva York.
Mi hermano, Antonio, quien recibió su bachillerato en química de Regis y su doctorado de Kansas State University, dejó una carrera brillante como profesor para ser diácono permanente en ministerio a tiempo completo, en cual ha servido por 37 años.
Al jubilarse, mis primas Teresa Suazo y Sara Fillin trabajaron como voluntarias en sus parroquias. Mi prima Josefina trabajo a tiempo parcial en un centro ecuménico como consejera a mujeres contemplando el aborto.
"Me alegra trabajar con gente que ama a Dios", dijo. "He visto muchos pequeños milagros".
Todo esto y más vino de un pueblo sin educación en doctrina que sabía y vivía lo mejor que podía los primeros dos mandamientos, amar y servir a Dios y a su prójimo como se amaban y servían a sí mismos.
Es como uno vive lo que sabe que hace toda la diferencia.
Sandoval es un columnista de Catholic News Service.