El pronóstico meteorológico describió la tormenta como perfecta, la peor en casi cuatro décadas.
Dejó casi dos pies de nieve y aguanieve, bloqueó las carreteras con árboles que se cayeron y cortó los cables del tendido eléctrico sirviendo a 50,000 personas en nuestro condado, y un millón en el todo el Noreste.
En nuestra vecindad carecimos de electricidad y de teléfono por cuatro días. Aprendimos lo que es sufrir frío, no poder dormir bien, y estar aislados sin refugio. También logramos nuevo conocimiento de compasión y de familia.
Trabajamos tres días con pala para lograr acceso a la calle porque el quitanieves había dejado la nieve apilada enfrente del camino de entrada.
La electricidad se cortó el jueves por la noche. Cada día la casa estaba más y más fría. La pila del teléfono celular, que ahorrábamos para una emergencia, ya se agotaba.
Para el sábado pensábamos que no aguantábamos otra noche. Pero ningún hotel en el área tenía vacancia. Un vecino me dijo que Ossining, cinco millas de lejos, sí tenía servicio eléctrico. Como última alternativa, decidí buscar refugio con Maryknoll, donde yo había trabajado 30 años y mi esposa, 26.
El sábado por la tarde dejé recado en el teléfono de Sam Stanton, director ejecutivo de los Misioneros Laicos de Maryknoll, una de las tres entidades en esa gran sociedad misionera.
Dije que veníamos a visitar. Sam nos abrió la puerta con la palabra "bienvenidos." No tuvimos que decir porque habíamos venido; una pareja que había servido como misioneros laicos habían llegado antes.
Para Sam, un hombre que se crió en la Gran Llanura de Kansas, éramos familia. Nos dio la llave no sólo a un dormitorio sino a un departamento, y nos dijo que permaneciéramos hasta que pudiéramos volver a nuestra casa. Nos quedamos dos noches.
Había conocido a Sam y a su esposa Cecilia en Chile y escrito sobre su labor misionera. En Nueva York, mi esposa, la bibliotecaria de fotos, había trabajado con Cecilia.
El espíritu de familia vive en el pueblo norteamericano. Una familia que no perdió el servicio eléctrico en nuestra aldea abrió su puerta a sus vecinos para que se calentaran o se bañaran. Otra, que tenía generador eléctrico, hizo un refugio de su hogar. Allí llegó una vecina quien necesitaba calefacción para recibir un tratamiento relacionado con quimioterapia en curso.
En mi parroquia, John Lally, un profesor universitario jubilado, y su esposa, Mary, venden café y chocolate de comercio justo antes y después de cada Misa varios fines de semana cada mes para ayudar a los agricultores de pequeñas fincas en América Latina.
Un hijo de Jack y Dodie Pezanowski quien vive en Boston y trabaja en la industria de construcción, fue a Haití por una semana para ayudar en la limpia del derrumbe que dejó el terremoto que mató a 250,000 habitantes. Pagó por su cuenta los gastos de su viaje.
También, un grupo de parroquianos cocina una comida cada mes para los desamparados, financiada por vales redimidos por un supermercado. Sin duda, otros ayudan a la familia humana de otros modos.
Qué contraste hace su generosidad en tiempo y moneda con el conflicto intransigente que se ve en la disfunción del Congreso nacional.
El líder de la minoría en la Casa de Representantes se para ante los micrófonos y dice que "el pueblo norteamericano" quiere que se rechace la legislación sobre el cuidado médico.
Siento que lo contrario es la verdad; el pueblo quiere seguro médico para los 46 millones que no la tienen. Sin duda muchos tienen familiares excluidos por alguna condición previa, como mi hijo, Miguel, quien sufre hipertensión.
Sandoval es un columnista de Catholic News Service.