Debemos continuar ayudando a los empobrecidos

Septiembre 2016

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Al considerar los muchos problemas que confronta la sociedad contemporánea, no podemos pasar por alto la creciente pobreza en nuestra comunidad; nuestra atención debe ser captada por el aumento en la pobreza y debemos hacer hincapié en la necesidad de ayudar a nuestros hermanos y hermanas en la familia de Dios que buscan nuestra ayuda. Estoy profundamente agradecido por el trabajo sobresaliente de las Caridades Católicas de la Diócesis de Rochester y por tantas de nuestras parroquias e instituciones que se acercan a los que tienen muy poco. Nuestras escuelas católicas y programas de educación religiosa inspiran a nuestros jóvenes para ser servidores del Evangelio que comparten los dones que tienen.

Buscando aumentar la conciencia de este problema crítico, recuerdo la encíclica del Santo Papa Pablo VI, Populorum Progressio (Desarrollo de los Pueblos). Para muchos de nosotros, tanto durante su pontificado como después de su muerte, Pablo VI ha sido y sigue siendo una inspiración profunda. Fue nuestro Santo Padre cuando yo era estudiante de teología en Roma y ordenado al sacerdocio en la Basílica de San Pedro el 17 de diciembre, 1971. Vi en él una gentileza y humildad que tocó los corazones; vi a alguien que no temía aceptar la invitación: «Toma tu cruz y sígueme» (Mateo 16:24). Vi un apóstol que tomó muy en serio el mandato de Jesús a Pedro: «Alimenta a mis ovejas». (Juan 21:17).

Por eso, no fue sorprendente sino consecuente con su persona que Pablo VI escribiera una encíclica sobre el Desarrollo de los Pueblos, que demostró una inquietud genuinamente pastoral acerca del creciente abismo entre los ricos y los pobres, los que tienen en abundancia y los que no tienen nada. Como verdadero pastor de todo el mundo, el Papa Pablo VI observó: «Dejado a sí mismo, su mecanismo conduce al mundo hacia una agravación, y no hacia una atenuación, en la disparidad de los niveles de vida: los pueblos ricos gozan de un rápido crecimiento, mientras los pobres no logran sino un lento desarrollo.» (Párrafo 8). Al adelantarnos por este documento impresionante, llegamos al párrafo 23 del Desarrollo de los Pueblos, donde se citan esas palabras poderosas de otro apóstol, San Ambrosio, que se enfrenta a los afluentes entre su rebaño cuando dice: «la parte de bienes que das al pobre; le pertenece lo que tú le das. Porque lo que para uso de los demás ha sido dado, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo, no tan sólo para los ricos» (De Nabute, c. 12, n. 53: PL 14. 747; cf.J. R. Palanque, Saint Ambroise et l’empire romain, Paris: de Boccard (1933), 336 ff.). Tanto San Ambrosio como el Santo Pablo VI están profundamente atentos a las palabras de otro apóstol, San Juan: «Si alguno tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo es posible que en él resida el amor de Dios?» (1 Juan 3:17, citado en el párrafo 23 de Populorum Progressio).

Esas palabras que se remontan a lo largo de los siglos deben ser reflexionadas hoy del mismo modo que fueron reflexionadas en los tiempos de San Juan y San Ambrosio y fueron grabadas en el corazón del santo Pablo VI. Y uno no tiene que mirar muy lejos para apreciar la relevancia de estas palabras. En este mismo estado de Nueva York y en nuestra Diócesis vemos disparidad entre los ricos y pobres. Nuestras propias comunidades tienen el desafío de estadísticas muy críticas que afectan adversamente a tantas vidas. Carente de empleos para retener la gente joven, las crecientes limitaciones económicas impuestas a las personas de edad avanzada y los costos en aumento que hacen inasequibles las necesidades básicas para la familia promedio, nuestras comunidades seguirán experimentando aumento en la brecha entre los ricos y los pobres.

Estas situaciones ya nos presentan una gran comprensión de las dimensiones globales de este problema. Aquí en la región noreste de los Estados Unidos, uno obtiene más que un vistazo a la pobreza que no sólo nos rodea, sino que está alcanzando proporciones de crisis. El Papa Pablo VI nos llamó a darnos cuenta que somos una familia en Dios llamados a apoyarnos unos a otros y a afligirnos cuando tenemos hermanas y hermanos necesitados. En esta encíclica notable leemos: «El desarrollo integral del hombre no puede realizarse sin el desarrollo solidario de la humanidad, mediante un mutuo y común esfuerzo» (Párrafo 43). Muy a menudo la pobreza es vista como un problema de la sociedad que debe ser resuelto, mientras que, desafortunadamente, olvidamos que, en su esencia, es una oportunidad para ayudar a un hermano o hermana, otra criatura de Dios. El éxito, ingenio y logros terrenales de una persona pueden ser virtuosos cuando son usados para elevar y apreciar la joya de la corona de la creación, la persona humana.

Pero este espíritu de solidaridad depende de una profunda reverencia y aprecio de cada persona desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. El año siguiente a la encíclica Populorum Progressio, el Papa Pablo VI escribió otra encíclica, Humanae Vitae, Vida Humana, (25 de julio, 1968), donde citó al Santo Juan XXIII: «La vida humana es sagrada — toda la gente debe reconocer ese hecho. Desde su incepción revela la mano creadora de Dios» (Párrafo 13, citando a Mater et Magistra [Madre Y Maestra], 1961).

Al celebrar el don de vida de Dios, debemos buscar las maneras para animar y ayudar a todas las personas para que abracen las palabras de Jesús: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Juan 10:10). Ruego para que los muchos miembros talentosos, exitosos y llenos de fe de nuestras comunidades abracen el ministerio de Jesús participando en las obras de las Caridades Católicas y la Campaña de Ministerios Católicos y los programas en las parroquias que sirven a los pobres. De hecho, personas con medios han dado muy generosamente por años, y sus contribuciones son apreciadas profundamente. Pero las necesidades continúan; existen tantas oportunidades para ayudar. Por favor únase a nuestras hermanas y hermanos que valientemente siguen la obra del Evangelio y ven en cada persona una creada a imagen y semejanza de Dios.

Durante el pasado 11 de agosto celebramos la fiesta de San Lorenzo, un diácono martirizado en el año 258 AD. Dice la historia que el Emperador Valeriano demandó que San Lorenzo le entregara los tesoros de la Iglesia. San Lorenzo reunió a los pobres de la ciudad y cuando el emperador pidió ver los tesoros de la Iglesia, San Lorenzo se volvió hacia los pobres y dijo al emperador: «Estos son los tesoros de la Iglesia».

Pablo VI nos recuerda en el párrafo 13 de Populorum Progressio que: «La Iglesia, sin pretender en modo alguno mezclarse en lo político de los Estados, está ‘atenta exclusivamente a continuar, guiada por el Espíritu Paráclito, la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido’» (cf. Church in the World of Today, no. 3: AAS 58 [1966], 1026). Por todos estos siglos, la Iglesia se ha preocupado por los pobres; para nosotros ésta no es una misión nueva, sino una que ha sido servida hermosamente por muchos, religiosos y laicos, siguiendo los pasos de Cristo y motivados por una fe ardiente y sostenidos por la sagrada Eucaristía. Somos parte de esa misión; nutridos por el cuerpo y la sangre de Cristo, nosotros, también, seguimos adelante para ser su presencia en el mundo.

Renovando mi gratitud por todo lo que hacen en tantas maneras de servicio, quedo

Sinceramente suyo en Cristo,

Reverendísimo

Salvatore R. Matano

Obispo de Rochester

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